El desmantelamiento de parte del campamento de refugiados en Calais (Francia) se percibe, nada más poner un pie en el embarrado descampado, por el olor a chamusquina de las chabolas devoradas por las llamas después de los primeros altercados con la policía, y por el ruido de las palancas y sierras que los operarios utilizan para tirar abajo las cabañas.
Cada día desde primera hora de la mañana, trabajadores de la Oficina Francesa de Migración e Integración (OFFI) y de la Prefectura acuden al asentamiento guiados con un mapa que disecciona la zona sur de ‘La Jungla’, apodo con el que se conoce a este lugar, en pequeños pedacitos para ver qué zona toca desmantelar. En esta ocasión, se trata del refugio de una familia iraní que se sube al techo de su chabola con mantas para evitar el desalojo. La policía rodea la zona y espera que la familia desista en su intento. Al día siguiente, no hay rastro de su cabaña.
Médicos Sin Fronteras (MSF) apunta que muchos inmigrantes se están marchando a otros campamentos cercanos que “están en peores condiciones” en la costa entre Calais y Dunkerque, 44 km de distancia. Se teme que se destruya una ‘jungla’ pero se reproduzca en otros sitios. “Los desalojos no solucionarán la crisis de los refugiados sino que el problema se extenderá a otros puntos de Francia”, alerta Pascal Frohely de la ONG francesa Secours Catholique.
Una de las opciones que ofrecen las autoridades francesas a los afectados es mudarse a contenedores prefabricados, instalados en una zona del campamento con capacidad para 1.500 personas. En una de estas caravanas metálicas vive ahora Abdalá con su hijo y 10 personas más. “Las condiciones no son buenas porque aquí sólo podemos dormir. No nos dejan cocinar, no hay duchas y los servicios son insuficientes”, se queja este afgano mientras se lava los dientes con una botella de agua.
El recinto no cuenta con ningún punto de agua pero sí con fuertes medidas de seguridad. “Es como una prisión. La zona está cercada con vallas y controlada por agentes y cámaras 24 horas”, explica Pierre Calina de MSF.
Muchos de los refugiados se niegan a vivir en estos contenedores no sólo por sus carencias básicas sino porque para entrar y salir del recinto se les piden sus huellas dactilares como método de identificación y temen que si consiguen saltar a Reino Unido, las autoridades británicas los devolverán a Francia por estar registrados.
Las lonas de casi todas las chabolas tienen grafitis reivindicativos siendo el más repetido “We just want to go to England” (Sólo queremos ir a Inglaterra). La mayoría de los habitantes de ‘La Jungla’ viven en el campamento porque su objetivo es llegar a Reino Unido, y Calais es la puerta de entrada desde donde intentar pasar escondidos en camiones que cruzan diariamente el canal de la Mancha en ferries y trenes por el Eurotunnel.
Al final del día, los autobuses fletados por el gobierno francés se marchan casi vacíos del asentamiento tras esperar a ver cuántos refugiados aceptan subirse para ser llevados a otros centros de acogida, repartidos por el país en ciudades como Montpellier o Toulouse a más de 900 km de Calais.
Kamal no tiene tiempo para viajes. Llegó hace tres meses y está inmerso en la construcción de una chabola en la zona norte de ‘La Jungla’. “Tengo una cabaña en la parte sur pero creo que en una semana van a derribarla así que tengo que estar preparado”, dice.
Kamal se pasa toda la mañana llevando palés de madera con una carretilla al nuevo terreno que tiene cercado y listo para construir. Cuando llegó a Calais levantó su primera cabaña convirtiendo un trozo de lodazal en un refugio bien armado y aislado. Tiene hasta un ciervo de plástico en miniatura que cuelga de una de las paredes como decoración, además de contar con una cocina camping gas, asientos de madera y una estufa casera fabricada con un barril.
“No voy a abandonar ahora que sólo queda hacer un pequeño esfuerzo para llegar a Reino Unido”, comenta Kamal. Su viaje hasta Calais lo empezó hace tres años cuando tuvo que huir de Sudán. Cruzó la frontera con Chad sobornando a unos soldados con 500 dólares, después llegó a Libia donde pagó a traficantes 600 para llevarlo a Siria, 200 para llegar a Turquía y 1.000 para cruzar en barco a las islas griegas. “Aquí me quedé sin dinero pero conseguí un trabajo en negro durante un año hasta que ahorré para venir a Calais”, recuerda Kamal.
La situación se ha tensado tanto en esta primera semana de desahucios que 10 iraníes se han cosido los labios y puesto en huelga de hambre, pocas horas después de que sus chabolas fueran destruidas. Aseguran que mantendrán la protesta hasta que se paren los desalojos y piden que un representante de la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas visite el campamento.
Los mensajes y conversaciones de los habitantes de La Jungla se han vuelto más duras y críticas con su actual país de acogida. “Pensé que Francia era un país de libertad, igualdad y fraternidad pero ¿qué ha quedado de los principios de la Revolución Francesa?”, se pregunta uno de ellos.
Mientras el día a día sigue en este campamento, se escucha la llamada al rezo para los musulmanes, las tiendas siguen con sus negocios al mismo tiempo que los equipos de limpieza continúan trabajando para derribar a mano chabola a chabola. Uno de los refugiados que contempla a los operarios hace la pregunta que está en boca de todos estos días: “¿es este el final de ‘La Jungla’?”